No me gusta Noviembre, un mes suspendido entre la prisa y el silencio.
No me gusta particularmente el mes de noviembre.
Las horas del día se acortan cada vez más —quizás de lo poco que me disgusta de esta época del año—, perdiendo cada día la batalla contra las sombras un poco antes. Hay algo en esa luz que se apaga antes de tiempo que me obliga a detenerme, a mirar el reloj y comprobar incrédula que todavía no son ni las seis, y ya el cielo se viste de un gris azulado que parece tragarse el mundo entero.
No me gusta noviembre porque es un mes de tránsito, de esos que no terminan de pertenecer a ningún sitio. No tiene el encanto dorado de octubre, con sus hojas revoloteando bajo los pies, ni la promesa luminosa de diciembre, que llega envuelto en luces y expectativas. Noviembre es un mes que parece vivir en los márgenes, como una pausa incómoda entre lo que fue y lo que está por venir.
Hay una sensación de prisa contenida en el aire. La gente corre de un lado a otro, revisando listas, tachando pendientes, como si el año se deshiciera entre los dedos y todavía quedara tanto por hacer. Yo, en cambio, me descubro más lenta. Camino despacio por las calles húmedas, dejando que el frío me muerda las manos y que el vaho dibuje formas en el aire. Tal vez es mi manera de resistirme al vértigo de los calendarios, a esa urgencia por cerrar capítulos antes de tiempo.
Noviembre huele a lluvia vieja, a lana mojada, a castañas asadas que impregnan las aceras. Es un mes que invita al recogimiento, a las tardes de mantas y té, a la música suave que suena de fondo mientras afuera el viento sacude las ventanas. Hay belleza en eso, lo sé. Pero es una belleza que duele un poco, que se siente en el pecho como un suspiro largo.
A veces pienso que noviembre es un espejo. Refleja todo lo que hemos sido durante el año, sin filtros ni adornos, y por eso resulta tan incómodo. Nos enfrenta a las promesas que no cumplimos, a los planes que dejamos a medias, a los sueños que guardamos para “más adelante”. Quizás por eso no me gusta: porque me obliga a mirar hacia adentro, a reconocer las grietas y los silencios que suelo esconder bajo la rutina.
Y sin embargo, hay algo en esa tristeza discreta que me reconcilia con él. Tal vez porque en medio de su quietud encuentro un espacio para respirar. Porque entre sus sombras se esconden pequeños destellos —una tarde de lluvia, una conversación que reconforta, el olor del primer fuego en la chimenea— que me recuerdan que no todo está perdido. Que incluso los meses que no nos gustan tienen su propia forma de ternura.
Quizás, al final, lo que no me gusta de noviembre es que me obliga a sentir.
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