No robéis más bolis

¿Por qué hay gente que nunca lleva un bolígrafo encima? Es como si existiera una ley no escrita: si hay reunión, clase o trámite, habrá alguien que pregunte con cara de inocencia: ‘¿Me prestas un boli?’. Y claro, uno, que es buena persona y además amante de la papelería (como ya os conté en este otro texto), no puede negarse. Porque sí, hay gente como yo que colecciona bolígrafos como otros coleccionan sellos. Me flipan los bolis, rotuladores y estilográficas: de tinta suave, con colores imposibles, todo lo que escribe como mantequilla sobre el papel, los borrables (mi última obsesión, cortesía de su utilidad y de lo monería que son sus diseños…)


Pero aquí empieza el drama. Porque esa persona que te pide el boli nunca lo devuelve. No es maldad, es naturaleza. Lo toma, escribe dos palabras y, cuando acaba la reunión, el boli ha desaparecido misteriosamente en su bolsillo, en su bolso o en un agujero negro interdimensional. Y tú, que lo prestaste con amor, te quedas con la mano vacía y el corazón roto.


Lo peor es que no aprendes. Porque la próxima vez, cuando alguien diga ‘¿Alguien tiene un boli?’, ahí estás tú, como héroe anónimo, ofreciendo tu tesoro. Y otra vez, adiós boli. ¿Por qué lo hacemos? ¿Por qué seguimos confiando? Quizá porque creemos en la bondad humana… o porque nos gusta presumir de nuestra colección.


Así que este es un llamamiento urgente: ¡No robéis más bolis! Si os prestan uno, devolvedlo. Si lo perdéis, pedid perdón y devolved dos. Porque detrás de cada boli hay una historia, un flechazo en la papelería, un momento de felicidad al probarlo por primera vez. No son simples trozos de plástico: son compañeros de ideas, cómplices de exámenes, aliados en reuniones eternas.


Y para los que, como yo, aman los bolis: resistid la tentación de prestar el favorito. Guardadlo como si fuera oro y tened siempre uno ‘de batalla’ para sacrificar en nombre de la paz social. Porque, seamos sinceros, la guerra contra los ladrones de bolis no se gana con discursos, se gana con estrategia.



En resumen: llevad vuestro propio boli. Y si no, tratad el ajeno como si fuera un unicornio: único, mágico y digno de volver a su dueño. Porque, amigos, los bolis no se roban. Se cuidan, se respetan y, sobre todo, se devuelven.



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