Julio y su teatro de cielos


Hay algo casi dramático en los días de julio. Amanece con una luz que parece recién planchada, sin una arruga ni nube en el cielo. El sol se instala temprano, decidido a quedarse, y el calor se cuela por las rendijas antes de que podamos ni siquiera tomar el primer café. Las calles de Madrid, medio vacías y perezosas, ya huelen a piedra caliente, como si el calor del día anterior no hubiera acabado de irse.

A mediodía, el aire se vuelve espeso y todo se ralentiza. Para los que tienen la suerte de no trabajar con estos calores, las persianas bajan, los abanicos se agitan, y hasta los pensamientos parecen derretirse un poco. Es ese calor que no se toca, pero que pesa. Que se pega a la piel como una segunda capa de ropa invisible y se acumula en forma de sudor en la sangradura de los brazos o detrás de las rodillas.

Y entonces, cuando ya creemos que el día se va a deshacer en su propio bochorno, llega ella: la tormenta de verano. Estas semanas de atrás me ha sorprendido de un momento a otro cuando – menos mal – volvía de mis paseos más de una tarde. Porque la tormenta de verano no avisa. A veces se intuye en un cambio sutil del viento, en un murmullo entre las hojas, en un silencio que se instala como preludio. Ruido de truenos muy lejanos que parecen más fuegos artificiales de una verbena cercana… Otras veces, simplemente irrumpe de la nada. En apenas un minuto el cielo se encapota como si alguien hubiese corrido un telón gris sobre el azul brillante.

Y de pronto, el trueno. Ese sonido que no se escucha, se siente. En el pecho, en los cristales, en el suelo. La lluvia cae con furia, como si el cielo necesitara vaciarse de golpe. Las gotas golpean el asfalto caliente llenando el aire de ese olor inconfundible y que me encanta: el petricor. Tierra mojada, piedra lavada, verano en pausa.

Y cuando todo termina —porque siempre termina—, queda una calma eléctrica. El cielo se aclara, tímido. Las hojas brillan, las aceras huelen a limpio, y el aire... el aire parece nuevo. Como si el mundo hubiese respirado hondo.

Julio tiene eso. Días que empiezan como postales y terminan como óperas. Y en medio, nosotros, mirando al cielo, esperando el próximo acto.


 
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