La Tormenta

Se sentó a leer junto a la ventana en la silla de terciopelo, que crujió ligeramente al sentarse. Todavía entraba algo de sol por la ventana y el calorcito era agradable. Tan enfrascada estaba en la lectura, que apenas se dio cuenta de cómo se iba oscureciendo el cielo.

Comenzó con un susurro en el aire que se mezcló poco a poco con un pequeño repiqueteo contra el cristal. Mientras pasaba las páginas, el viento se fue levantando hasta que, además de escuchar las gotas de lluvia contra el cristal, se unió otra ligera melodía del agua que caía contra el metal de la maquina de aire acondicionado, un leve tintineo cristalino, ágil y claro.

Pero la tormenta no iba a quedarse así, tranquila como la chica cuya silueta se reflejaba ahora en la ventana por la diferencia de luz, casi como en un espejo. El ruido que ahora la acompañaba era como el phut-phut-phut que hacen las castañas pilongas maduradas cuando golpean el suelo. No eran las gotas suaves e hinchadas de las tormentas de verano; era como si, de pronto, alguien llamara a una puerta lejana, a un ritmo constante pero desordenado. 

Para ese entonces, a los puños del agua le acompañaba el ulular del viento, y aún así, no fue hasta que un rayo golpeó seco el aire e iluminó la estancia que la chica por fin levantó la vista del libro. Sonrió para sí. Le encantaban las tormentas, y en especial el sonido de la lluvia, que muchas veces utilizaba para meditar. Ese sonido apagado, parecido al ruido blanco (como si alguien estuviera escribiendo un largo texto en una vieja máquina de escribir), la llenaba de paz y la permitía centrarse.

Dejo el libro sobre la mesita auxiliar, y apagó la luz de la pequeña lámpara con un clic que se perdió entre el fuerte repiqueteo de la lluvia contra el cristal. Haciéndose un ovillo, se acurrucó en la butaca y se abandonó a la tormenta.


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