Empedrados. Piedras...
Mis pasos sobre el empedrado, atravesando el patio del Monasterio, son firmes. De un lado, mi tía. Del otro, mi abuela. Levanto la vista para encontrarme con las paredes estilizadas de la entrada al patio interior que da a la Basílica del Escorial. Hace años que no pisaba esas piedras… tantos, que la última vez fue cuando traje a Camilla, mi francesa de intercambio, allá por 2º o 3º de BUP. Al pasar el umbral del patio interior la temperatura baja. El sol nos espía detrás de los altos muros del patio, tras los que se esconde, tímido. Piedras herrerianas pulidas y sobrias nos rodean. De pronto me transporto a tiempos del Capitán Alatriste (la imaginación siempre juega con las fechas), y parezco escuchar el eco de unos pasos sobre el granito que no son los míos… el fru fru de pesadas telas imperiales. Un viento frío sopla y enrolla mi falda en mis piernas, devolviéndome al presente.
La entrada al Monasterio no es como la esperaba. Después de tantos años me decepciona algo. Quizás sea la mirada de adulto, que pierde la inocencia y la sorpresa ante la grandiosidad. La última vez que vine creo que medía una cabeza menos… y eso hace, mucho. Una sonrisa pícara, sin embargo, se dibuja en mi cara. En aquella visita con Camilla recuerdo que le hice un comentario sobre este mismo altar que lo engrandeció ante sus ojos. Me sacaba tanto de quicio con aquellos comentarios que siempre hacía sobre la grandiosidad de Paris (con los que estoy totalmente de acuerdo) que le dije, ufana, que aquel altar estaba entero hecho de oro. Nada de bañado en pan del lujoso metal… macizo como los lingotes. Recuerdo como si fuera ayer cómo crecieron sus ojos entonces, y cómo enmudeció por la sorpresa…
Hoy nada queda de aquella amistad. Después de varias cartas sin respuesta, tiré la toalla. Sigo creyendo en la grandiosidad de París. Sigo deseando volver a vivirla. Sigo pensando que los franceses, salvo honrosas excepciones que recientemente han aparecido en mi vida, son unos rancios. Siguen impresionándome las frías piedras herrerianas, los muros lisos de esa arquitectura tan peculiar y sobria. Pero ya no me impacta el Monasterio por dentro como antes…
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La entrada al Monasterio no es como la esperaba. Después de tantos años me decepciona algo. Quizás sea la mirada de adulto, que pierde la inocencia y la sorpresa ante la grandiosidad. La última vez que vine creo que medía una cabeza menos… y eso hace, mucho. Una sonrisa pícara, sin embargo, se dibuja en mi cara. En aquella visita con Camilla recuerdo que le hice un comentario sobre este mismo altar que lo engrandeció ante sus ojos. Me sacaba tanto de quicio con aquellos comentarios que siempre hacía sobre la grandiosidad de Paris (con los que estoy totalmente de acuerdo) que le dije, ufana, que aquel altar estaba entero hecho de oro. Nada de bañado en pan del lujoso metal… macizo como los lingotes. Recuerdo como si fuera ayer cómo crecieron sus ojos entonces, y cómo enmudeció por la sorpresa…
Hoy nada queda de aquella amistad. Después de varias cartas sin respuesta, tiré la toalla. Sigo creyendo en la grandiosidad de París. Sigo deseando volver a vivirla. Sigo pensando que los franceses, salvo honrosas excepciones que recientemente han aparecido en mi vida, son unos rancios. Siguen impresionándome las frías piedras herrerianas, los muros lisos de esa arquitectura tan peculiar y sobria. Pero ya no me impacta el Monasterio por dentro como antes…
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