Alatriste....

No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes.


Así empezó en el año 1996 la gran aventura del capitán, y la mía con él, cuando el primer libro de la saga de Arturo Pérez Reverte vio la luz. Después de aquella novela, a la vez fantástica e histórica, vinieron 4 más, y aún espero que no acaben de salir nuevos episodios…

Y ayer tuve la oportunidad de disfrutar inmensamente con la película.

Es costumbre en mi persona poneros aquí una crítica profesional y luego la mía, más humilde, del largometraje. Pero leyendo la que hizo el propio Pérez-Reverte cuando vio la película en el estreno privado hace unos minutos en su página, me siento en la obligación moral de reproducir sus palabras, que hago mías porque me leyó el pensamiento, y el alma, y rememorando momentos únicos de la película me ha hecho de nuevo llorar. Y aquí están: (PATENTE DE CORSO. “Ese capitán Alatriste”. ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 20 de agosto de 2006):

Bueno, pues ya he visto la película. Después de los créditos y todo eso, se encendieron las luces de la pequeña sala de proyección y me quedé colgado en las últimas imágenes: el viejo y maltrecho tercio de fiel infantería española –qué remedio, no había otro sitio a donde ir–, dejado de la mano de su patria, de su rey y de su Dios, esperando la última carga de la caballería francesa, en Rocroi, el 19 de mayo de 1643. Y el ruego del veterano arcabucero aragonés Sebastián Copons al joven Íñigo Balboa: «Cuenta lo que fuimos». Veinte años de nuestra historia a través de la vida de Diego Alatriste, soldado y espadachín a sueldo. Veinte años de reyes infames, de ministros corruptos y de curas fanáticos subidos a la chepa, de gentuza ruin y hogueras inquisitoriales, de crueldad y de sangre, de España, en suma; pero también veinte años de coraje desesperado, de retorcida dignidad personal –singular ética de asesinos– en un mundo que se desmorona alrededor, reflejado en la mirada triste y las palabras lúcidas del poeta Francisco de Quevedo, interpretado por el actor Juan Echanove con una perfección enternecedora, memorable.

No puedo aportar un juicio objetivo sobre Alatriste. Aunque durante su larga gestación y rodaje procuré mantenerme al margen cuanto pude, estoy demasiado cerca de todo como para verla con frialdad. Es cierto que unas cosas me gustan más y otras me gustan menos; y que durante diez minutos críticos –al menos para mí, autor al fin y al cabo– del primer tercio de la película me removí inquieto en el asiento. Pero eso aparte, debo decir que los soplacirios y cagatintas de mala fe que preveían un canto imperial de españolazos heroicos y rancio folklore de capa y espada, se van a tragar la bilis por azumbres. Nada más respetuoso con los textos originales. Nada más descarnado, fascinante y terrible que el espejo que, a través de la magistral interpretación de Viggo Mortensen –se come la pantalla, ese hijo de puta– se nos pone ante los ojos durante las dos horas y cuarto que dura la película. Un retrato fiel, punto por punto, como digo, al espíritu del personaje que lo inspira: descarnado, sin paños calientes, lleno de peripecias y estocadas, por supuesto; pero también de amargura y lucidez extremas. Contado en un caudal de imágenes de tanta belleza que a veces parece una sucesión de pinturas. Cuadros animados de Velázquez o de Ribera.

Y ese final, pardiez. No se lo voy a contar a ustedes, porque me odiarían el resto de sus vidas. Pero aparte el comienzo espectacular, el desarrollo impecable y la extraordinaria actuación de los intérpretes –y cómo están todos, oigan: Unax, Elena, Ariadna, Eduard, Cámara, Blanca, Pilar, Noriega…– el final, o mejor dicho, toda la hora final, deja al espectador definitivamente sin aliento, atrapado por la pantalla, mientras se desmenuza y fija en su retina y su memoria el postrer tramo de la vida del héroe y sus últimos camaradas, desde las trincheras de Breda hasta la llanura de Rocroi. Todo se ve y suena como un escopetazo en la cara; como una sacudida que te deja turbado, suspenso el ánimo, clavado al asiento, consciente de que ante tus ojos, acaba de desarrollarse, de modo implacable, la eterna tragedia de tu estirpe. La imagen serena del capitán Alatriste escuchando acercarse el rumor de la caballería enemiga, el trágico recorrido de la cámara que sigue a Iñigo Balboa –«soldados antiguos delante, soldados nuevos atrás»– cuando retrocede en las filas para hacerse cargo de la vieja y rota bandera, su expresión sombría y lúcida –sombría de puro lúcida–, y todo esa culminación perfecta al espléndido recorrido que por las cinco novelas alatristescas ha hecho Agustín Díaz-Yanes, constituyen el retrato fiel, trágico, conmovedor, de la España de antaño y de siempre. Una España infeliz, feroz, a trechos heroica, a menudo miserable, donde es fácil reconocerse. Y reconocernos.

Quizá por eso, cuando al acabar la proyección privada se encendieron las luces, y con un nudo en la garganta miré alrededor, vi que algunos de los actores de la película que estaban en los asientos contiguos –no digo nombres, que lo confiese cada cual si quiere– seguían inmóviles en sus asientos, llorando a moco tendido. Llorando como niños por sus personajes, por la historia. Por el final hermoso, sobrecogedor. Y también porque nadie había hecho nunca, hasta ahora, una película así en esta desgraciada y maldita España. Como diría el mismo capitán Alatriste, pese a Dios, y pese a quien pese.

* * * *

Y ahora yo.

Quien espere una película de las de acción de toda la vida, de héroes invencibles y sin manchas, que se busque otra peli. De verdad. Ésta cuenta la historia de un héroe de los reales, un hombre que por circunstancias de la vida y de la Historia, se vende como espadachín a sueldo, sangra, suda, respira y que, aunque noble, tiene también su lado oscuro. Un héroe cansado y triste. También cuenta la historia de los que vivieron con él, y de la época en que le tocó vivir, aquel siglo XVII en que éramos todavía lo que nadie fue jamás: Ese lugar impreciso, mezcla de pueblos, de lenguas, historias, sangres y sueños traicionados, ése escenario maravilloso y trágico que era la España del siglo de oro.

La película me conmovió sin medida. Sin duda, gracias al hecho de que conocía a los personajes de entretenidas tardes ora junto a la playa, ora bajo una lámpara al abrigo de la calefacción, me metí mucho más de lleno y disfruté como una enana (mi hermano, por el contrario, se aburrió bastante). Reí con las salidas del Sr. Quevedo y sus compadres en la Taberna del Turco, se me heló la sangre en las venas con el nombramiento de la Santa Inquisición, me dolí de las heridas de Iñigo, Copons o el propio Alatriste… en fin, que viví la película como si allí mismo me encontrara, siendo una más de entre aquellos hombres.

¿La puesta en escena? Sublime. Como dice el autor de la saga, como ver cuadros de la época desfilando uno detrás de otro. Las ropas, los decorados, el lenguaje… nada tiene desperdicio y, como he dicho antes, te sumergen en la decadencia esplendorosa de la época, ayudándote a pasear por ella como si formaras parte de la Historia.

Y me emocioné sin medida con Don Diego Alatriste y Tenorio, porque nada más salir en los primeros acordes de la película, lo reconocí al instante. Aquel hombre de singular y serena mirada, a la vez clara, fría y glauca como el agua de los charcos de invierno y sin embargo cálida y acogedora para sus amigos, preludio de estocada mortal para otros menos afortunados. Ese ademán tan suyo hecho a medias de resignación e indiferencia, su postura a la vez regia y desafiante, sus silencios… porque de Alatriste importa lo que no dice.

Y con él lloré. No a moco tendido, como lo hago otras veces en películas más pastelonas, pero en silencio, como él mismo. Con la mirada fija en la pantalla y las lágrimas resbalando por mi mejilla. Primero cuando lo vi llorar a él, en esa despedida de desgarradora ternura de los desdichados amantes en el hospital de sifilíticas. Es duro ver a un hombre así derramando lágrimas. Y después en ese magnífico final que menciona Don Arturo y que por respeto a vuestras mercedes tampoco yo voy a desvelar.

¡Pardiez, que adoro a su personaje!

Que bien sabe Dios lo que me hubiera gustado nacer en aquel siglo; y nacer varón para lucir capa y sombrero, y espada y daga al cinto. Y de no ser así, y no cumplirse la segunda de mis condiciones, que me parta un rayo si no hubiera salido muchacha rebelde, desafiadora de mi destino, luciendo igualmente capa y sombrero y empuñando la toledana en tal forma que hubiera hecho dudar sobre mi sexo.

Que no hay que ser niño para haber deseado ser pirata o espadachín. Ni honor más grande que haber servido a un hombre como Don Diego Alatriste y Tenorio.

Las películas como las de esta noche despiertan de nuevo mi interés aletargado por los avatares de mi existencia por aprender el glorioso arte de la esgrima, para poder blandir algún día, con algo de compostura, un sable en mi mano. Ya queda menos… ¿será este año por fin, el que me apunte a clases de esgrima?

¡No queda sino batirnos!

Y los demás, los que podáis, ir a ver la película. Disfrutaréis. Mientras tanto, os dejo con un par de videos (el primero es el más largo,y es el trailer en inglés, aunque los diálogos sean en castellano del nuestro) y el trailer (el link del final). Lo dicho, y si me hacéis caso, haced de este un lugar de comentarios donde fluyan las opiniones, que como bien sabéis, pueden ser encontradas sin que en ello incurramos en traición los unos de los otros.







Hasta la próxima, vuestras mercedes.

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