#ChezAgnesWritings: 4 Días sin claxon: cuando tu coche se queda mudo
Hay cosas que uno da por sentadas en la vida: que el semáforo cambiará a verde, que el café de la mañanate salvará del mal humor… y que tu coche, fiel compañero de batallas urbanas, tendrá claxon. Hasta que un día, ¡zas!, llega tu hermano después de cogerte prestado el coche y te dice que el claxon no va. Y tú, que eres muy de usarlo —porque no nos engañemos, el claxon no es sólo un accesorio, es una extensión de tu personalidad—, te quedas muda y sin saber muy bien qué decir. Cuatro días. CUATRO. ¿Sabéis lo que son cuatro días sin poder expresarse con ese “¡pi-pi!” que dice más que mil palabras? Es como ir a una fiesta sin voz. Como intentar ligar por señas en una discoteca oscura. Un drama.
Yo soy de las que cree que el claxon es un lenguaje universal. No es sólo para avisar de que alguien está a punto de empotrarse contigo; es para saludar al vecino, para decirle al de delante “¡espabila, que esto no es un museo!” y, por supuesto, para marcar territorio en la jungla que es la rotonda de la Puerta de Alcalá. Porque esa rotonda, amigos, no se negocia con sonrisas: se negocia con autoridad sonora. Y si en un martes cualquiera ya es complicado, en Navidad es directamente equiparable al pistoletazo de salida en la cornucopia de Los Juegos del Hambre. Entre las luces, los autobuses turísticos, las motos, taxis y los ciclistas y patinetes, aquello se convierte en una prueba de supervivencia. Sin claxon, eres presa fácil.
La primera tarde sin claxon fue rara. “Bueno, tampoco lo uso tanto”, pensé, inocente. JA. A los diez minutos ya estaba haciendo gestos teatrales con las manos, como si estuviera dirigiendo tráfico en Broadway. Porque claro, ¿cómo le explicas a la señora que se ha incorporado al carril sin mirar y hacer prisioneros que tiene un ceda el paso como una catedral? ¿Con telepatía? ¿Con señales de humo? Spoiler: no funciona.
El segundo día empecé a desarrollar estrategias alternativas. Golpecitos con las luces largas. Pero no me sentía cómoda… resulta que están prohibidas según aprendí el otro día con Tamy en El Hormiguero… y, bueno… es que tampoco sirven para nada.
El tercer día ya estaba en modo zen. “No pasa nada, Inés, la vida sin claxon es posible. Sé paciente. Respira.” Pero entonces llegó el momento crítico: la Puerta de Alcalá, 19:00, luces navideñas, tráfico infernal. Yo, con mi coche mudo, intentando incorporarme a la rotonda mientras tres taxis se disputaban el espacio como si fuera el último trozo de turrón. En ese instante, entendí que el claxon no es solo un sonido: es poder. Es respeto. Es tu escudo en la batalla urbana. Sin él, eres como un caballero sin espada. Y yo, amigos, estaba desarmada.
El cuarto día ya era comedia pura. Me pillé a mí misma haciendo “pi-pi” con la boca. Sí, lo confieso. Como si eso fuera a cambiar algo. Pero oye, me relajó. Incluso pensé en grabar un audio en el móvil con un claxon y ponerlo a todo volumen por la ventanilla. ¿Cutre? Sí. ¿Efectivo? Probablemente no. Pero cuando llevas cuatro días sin tu herramienta favorita, la creatividad florece.
Por suerte, todo en la vida tiene final feliz (o al menos, un final con sonido). Cuando el claxon volvió a la vida, sentí que el universo me devolvía la voz. Ese primer “pi-pi” fue como escuchar a Leiva en directo. Como si el coche me dijera: “Tranquila, Inés, ya puedes volver a ser tú misma”. Y yo, por supuesto, lo estrené en la Puerta de Alcalá, con la elegancia que me caracteriza: un pitido largo, firme, y una sonrisa de satisfacción. Porque sí, el claxon no es sólo un accesorio: es un estilo de vida.
Así que, moraleja: nunca subestimes el poder de un buen “pi-pi”. Porque cuando lo pierdes, descubres que el tráfico no es solo cuestión de ruedas y semáforos: es cuestión de comunicación. Y en Navidad, amigos, más que nunca, el claxon es el verdadero espíritu navideño. Olvida los villancicos: lo que une a los madrileños en estas fechas es ese concierto improvisado de pitidos en la Puerta de Alcalá. Y yo, después de cuatro días de silencio, pienso disfrutarlo como si fuera la última función.
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